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Microrrelatos

He aquí una recopilación de microrelatos que me han encantado. Léase con precaución.

  • Ya ha llegado Matilda.

¡Ah, el timbre! ¡Ya ha llegado! ¡Es ella! ¡Matilda! ¡Qué guapa estás! Yo diría que ese vestido rojo te sienta maravillosamente. ¿Te has hecho algo en el pelo? Sí, estás guapísima, como siempre. Me gusta ese perfume nuevo. ¿No traes maleta? Bueno, no importa. Siéntate, siéntate… ¿Quieres un té? Ah, claro, con leche. Y dos terrones de azúcar, ya lo sé… Es maravilloso tenerte de nuevo en casa, Matilda. No sé qué haría sin ti. Esta semana que has estado fuera me he sentido perdido y triste, y apenas he comido nada. Créeme: cuando te llamo “mi vida”, no exagero ni una pizca. ¿Quieres darte un baño? Ah, buena idea. Ahora te llevo toallas limpias. Hay sales perfumadas en la estantería, Matilda. ¿Las ves? Aquí te dejo las toallas… No te quedes dormida en la bañera, que te conozco. Mientras, voy a preparar algo de cena… Oh, vaya, el teléfono. ¿Sí? Dígame. […] Oh, debe de haberse equivocado, señor. Debe de tratarse de una lamentable confusión. Con toda seguridad no se trata de mi esposa, señor, porque en estos momentos está aquí en casa, dándose un baño… Es un error, señor. Buenas noches. Matilda, acaban de llamar del sanatorio… ¡Qué confusión tan desagradable…! Decían que estabas… ¿Puedo entrar, Matilda? Matilda. Matilda. ¿Estás ahí, Matilda…? –Willmouse



  • Sin título

—A la una me tuvieron, a las dos me bautizaron, a las tres me puse novia y a las cuatro me casaron… —Calla, no cantes, por favor, déjame… —A las cinco tuve un niño, a las seis lo bautizaron, a las siete… —Por favor, dime qué tengo que hacer para que me dejes, para que me perdones. Me equivoqué, me equivoqué por siempre… —A las siete algo me dieron, a las ocho… —No cantes y háblame, hadme saber si con mi muerte te contentarás, dime si no has tenido suficiente con la marcha de Leonor, mi Leonor. —A las ocho vino el cura y a las nueve… —!Márchate¡, rencor y venganza, vuelve de donde saliste, déjame solo, sufriendo, no aguanto más. —Y a las nueve, me enterraron. –Vacodriani



  • El efecto Werther.

Después que terminó de leer Los Sufrimientos del Joven Werther, cerró el libro y lo colocó muy delicadamente sobre su escritorio con la mirada perdida. Tras soltar un largo suspiro, se levantó de la silla, rodeó su escritorio y cerró la puerta de su estudio con llave. Luego, regresó a su lugar, abrió la segunda gaveta de su escritorio y sacó un fajo de papeles, una pluma y un potecito de tinta. Después de que le hubo escrito una carta al hombre que amaba y quien no le correspondia, guardo todo de nuevo en la segunda gaveta, menos la carta, que plazó sobre el libro de Goethe; y sacando una pequeña llavesita de su abrigo, abrió, ésta vez, la primera gaveta de su escritorio, donde guardaba su revolver. Y de la misma manera que lo hizo el joven Werther, él, también, acabó con su sufrimiento. – ?





  • Las líneas de la mano.

De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola. ——Julio Cortázar.

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